Capítulo 1 – El papel cambiante de las mujeres
Los orígenes de la desigualdad social
No es fácil hacer una crónica de los cambios históricos por los que ha pasado el papel de las mujeres en la sociedad: son escasos los datos sobre cómo pudo haber sido el papel de la mujer trabajadora en tiempos antiguos. La historia se ha escrito desde el punto de vista de los “Grandes hombres” (reyes y reinas, gobernantes, miembros del gobierno) que presiden los “grandes acontecimientos (guerras, crisis constitucionales, grandes desastres), dejando de lado los efectos de esos sucesos sobre las vidas del pueblo trabajador (hombres y mujeres). Sin embargo, las vidas de las mujeres han cambiado con el tiempo y es útil tratar de entender no sólo la naturaleza de los cambios que han tenido lugar y su importancia, sino también por qué ocurrieron.
La sociedad de cazadores-recolectores
La forma más antigua de organización social fue la de las sociedades que cazaban y recolectaban: pequeños grupos nómadas que obtenían su alimento de la caza, la pesca y la recolección de plantas silvestres e insectos. Algunas de tales culturas han seguido existiendo hasta hace relativamente poco tiempo y, estudiándolas, los antropólogos se las han arreglado para pintar un cuadro de cómo fue probablemente la vida cuando ésta fue la forma más común de organización social.
Existía en general una división del trabajo basada tanto en el sexo como en la edad. La pauta dominante era que los hombres cazaban animales grandes, en especial cuando la tarea implicaba expediciones lejos del campamento, y las mujeres recolectaban insectos y plantas y cazaban animales pequeños. Sin embargo, esta división ni era rígida ni igual en todas partes. Ocurrían variaciones debido a la disponibilidad de alimento y otras consideraciones ecológicas. Así, por ejemplo, entre los Inuit (esquimales) casi toda su alimentación provenía de la caza, en cual participaban hombre y mujeres por igual. Algunos intentos por explicar esta división sexual del trabajo se han concentrado en lo que se ha visto como conducta masculina inherentemente más agresiva, lo que los hace estar mejor dotados para la caza. Sin embargo, esto no explica el hecho de que en diferentes culturas se hayan apreciado comportamientos muy distintos en hombres y mujeres, como el comportamiento agresivo de las mujeres y gentil de los hombres. Por ejemplo, el pueblo Arapesh del norte de Nueva Guinea oriental cree que tanto los hombres como las mujeres son por naturaleza amables y compasivos, mientras que sus vecinos, los Mundugumor, valoran el individualismo, la exaltación del yo y la agresión física, características que se esperan así entre los hombres como entre las mujeres. Una explicación más admisible es la de que, como las mujeres dan a luz a los hijos (a veces durante años consecutivos), su movilidad es mucho más restringida que la de los hombres. De ahí que en general sea más eficiente una división del trabajo en que los hombres sean responsables de la caza y las mujeres de la recolección.
Los miembros de la banda cazadora-recolectora eran con frecuencia muy interdependientes pero los individuos gozaban de considerable autonomía personal. La toma de decisiones se distribuía ampliamente dentro del grupo y ambos sexos resolvían lo que debía hacerse en cuanto a aquello de lo que eran responsables. Usualmente el matrimonio era una vinculación laxa y cualquiera de sus miembros podía terminar la relación con sólo abandonar la banda y unirse a otra.
Si bien es cierto que existió una división del trabajo en las sociedades cazadoras-recolectoras, no se infiere de ello necesariamente la desigualdad entre los sexos. Se trataba más bien de una división de la responsabilidad. Nadie mantenía posiciones institucionalizadas de poder o autoridad y en realidad tales posiciones tenían poca razón de existir pues no había acumulación de riqueza ni de propiedad.
La sociedad hortícola
La siguiente “fase” de la evolución social fue la de la sociedad horticultora. (Pero debe subrayarse que la evolución no ha sido la misma universalmente; no ha sido lineal—así, por ejemplo, en algunas partes del mundo factores externos como la colonización aceleraron o cambiaron el patrón de la evolución social.) La sociedad hortícola se caracterizó por la domesticación de ciertas plantas y animales, el uso del azadón y el palo de cavar (pero no del arado, fertilizantes e irrigación que fueron típicos de las culturas agrícolas sedentarias) y las técnicas de “roza y quema”, mediante las cuales se cortaba y luego quemaba la vegetación para abrir al cultivo la superficie de terreno que necesitaran y luego, cuando la tierra se agotaba, la comunidad emigraba en busca de otro lugar propicio. La domesticación de plantas y animales significaba mayor producción de la tierra y así era posible el sustento de densidades de población mayores. De este crecimiento del tamaño y la complejidad, junto con la necesidad de asignar parcelas para el cultivo, resultaron las formas más institucionalizadas de autoridad política.
Con el paso de las sociedades cazadoras recolectoras a las hortícolas se dio un viraje hacia la propiedad de las cosas. En general hubo un sistema de derechos sobre la tierra en que ésta era poseída por un grupo de individuos emparentados y los derechos de uso eran asignados a individuos o familias que pertenecieran a tal grupo de parentesco, o bien el despejar la tierra representaba una forma de poseer esa superficie despejada. Por la posibilidad de disputas sobre los derechos a la tierra la guerra se volvió común, igual que la necesidad de consolidar alianzas con los grupos de parentesco vecinos. Esto tuvo implicaciones importantes para la naturaleza de las relaciones de matrimonio.
Aparte de estas extendidas características, es difícil hacer generalizaciones sobre otros aspectos de las sociedades hortícolas. Hubo amplias variaciones en la división del trabajo: en algunas sociedades, los hombres despejaban la tierra pero ambos sexos la cultivaban, o a veces los hombres cultivaban para el comercio o el trueque mientras que las mujeres cultivaban los productos agrícolas de primera necesidad. Otro patrón fue el de que las mujeres cultivaban la tierra y los hombres cuidaban los animales domesticados (especialmente cuando había que llevar los rebaños de un pastizal a otro), o en algunos casos las mujeres cuidaban ciertos animales y los hombres otros. Sin embargo, lo más probable es que los hombres fueran responsables de despejar la tierra y las mujeres de cultivarla.
En relación con otras actividades económicas no hubo en absoluto división del trabajo, tal que los hombres y las mujeres realizaran siempre tal o cual tarea. Esto se aplica especialmente a las artesanías, por ejemplo, los tejidos, la alfarería y el trabajo en madera se asignaba a personas de uno u otro sexo en sociedades diferentes. Por lo regular el cuidado de los niños era responsabilidad de las mujeres aunque con frecuencia las madres compartían esa actividad con miembros de la familia y sus propios hijos o hijas mayores. La preparación y el procesamiento de los alimentos era predominantemente actividad femenina pero no exclusivamente. La particular división del trabajo adoptada por una sociedad por costumbre fue racionalizada y reforzada por declaraciones religiosas sobre lo que eran comportamientos “naturales” o “correctos” de hombres y mujeres. En palabras de hoy: “las cosas se hacían como Dios manda”.
Las sociedades hortícolas apoyaron diversas formas de organización social y política. Y en consecuencia hubo variación considerable en cuanto al grado en que se centralizaron el poder y la autoridad así como la cooperación. Esto se debió en parte a que la “sociedad hortícola” abarcaba toda una variedad de tipos diferentes de actividad productiva. Algunas sociedades fueron en realidad de cazadores y recolectores sedentarios que sólo producían lo necesario para la subsistencia inmediata, mientras que otras producían los más diversos bienes, incluso una demasía para el comercio y el trueque.
Hasta cierto punto hubo una relación entre el grado de igualitarismo en las relaciones sociales y sexuales y la producción de un excedente. Pero la producción de bienes para el comercio no llevó forzosamente a que el hombre tuviera un papel dominante. En las culturas en que las mujeres retuvieron el control tanto de la producción como de la distribución de los excedentes (ejemplo notable es de los mercaderes de África Occidental), su categoría fue relativamente elevada. En aquellas otras culturas donde la responsabilidad de las mujeres era exclusivamente la de cuidar la casa ello no significaba que estuvieran en desventaja mientras la economía doméstica la economía pública fueron sinónimos. Con la producción de un excedente que pudiera venderse o intercambiarse, incluso donde la división del trabajo permaneció sin cambios, hubo la posibilidad de que se elevara la categoría social del propietario del excedente.
Agricultura sedentaria
Al perfeccionarse la agricultura con el uso del arado, la domesticación de los animales de tiro y otros, los abonos y las técnicas de irrigación, las comunidades se volvieron sedentarias, al tiempo que crecieron y ganaron complejidad. De lo complejo de las comunidades agrícolas y las profundas diferencias que existieron entre ellas (y aún existen) en varias partes del mundo se infiere lo difícil de hacer generalizaciones.
Sin embargo, puede decirse que la división sexual del trabajo se vuelve más rígida y uniforme en las sociedades agrícolas que en las hortícolas. En general, aun cuando las mujeres efectuaban la mayor parte del trabajo real en los campos, se siguió considerando que la tierra era responsabilidad del hombre y éste, propietario de lo que producía, incluido el excedente, que se podía vender. A menudo las mujeres mantenían un jardín de vegetales útiles y algunos animales para la subsistencia; y en algunas culturas el poder económico (y por tanto político) de las mujeres era considerable y se acrecentaba con su habilidad para producir un excedente de su jardín utilitario, procesarlo y venderlo en el mercado. Así, por ejemplo, no fue raro que en tales sociedades las mujeres desempeñaran actividades empresariales como la elaboración de cerveza y pan.
Las pautas de residencia en las culturas agrícolas fueron menos rígidas, pero la presión sobre la tierra tendió a alentar la residencia lejos del hogar de los padres después del casamiento. Al mismo tiempo decreció el tamaño de la familia conforme la unidad familiar se concentró en los padres y los hijos. Este aumento de la vida privada y aislamiento de la familia tuvo consecuencia para la vida de las mujeres en que ahora, por ejemplo, el cuidado de los hijos tendió a gravitar exclusivamente sobre la madre.
La declinación del papel económico de la mujer y el correspondiente desplazamiento de su papel únicamente hacia lo relativo a la reproducción se reflejó en los patrones de poder y autoridad. En las sociedades agrícolas hubo una tendencia clara a que los hombres ocuparan los puestos de poder y autoridad tanto en lo económico como en lo político, si bien a menudo las mujeres fueron capaces de ejercer considerable influencia indirecta sobre los asuntos públicos.
¿Cómo puede explicarse este cambio significativo hacia el predominio masculino? En primer lugar, debe recalcarse que el paso a un modo de producción agrícola se dio a la par de un cambio hacia formas más complejas de autoridad política. Estas nuevas formas institucionalizadas de poder político tendieron a ser tanto más centralizadas cuanto más jerárquicas. En segundo lugar, los métodos agropecuarios más intensivos implicaron que había mayor posibilidad de obtener excedentes y venderlos en el mercado, y en consecuencia de acumular riqueza. ¿Por qué en general los hombres tomaron el control de esta riqueza? Porque se habían hecho cargo de la mayor parte del trabajo de cultivo o, cuando menos, asumido la responsabilidad de él, y esto fue reforzado posteriormente la posesión legalizada de la tierra.
Una vez que el trabajo agrícola de las mujeres dejó de verse como su responsabilidad primaria, su “valor” desde el punto de vista de quienes detentaban el poder—esposos y padres—comenzó a medirse cada vez más en función de su capacidad reproductiva la cual tenía un efecto sobre las relaciones maritales y sexuales. Ahí se originó la necesidad de “proteger” a las mujeres de las atenciones sexuales de otros hombres aparte de sus esposos y la tendencia a confinar a las mujeres y a escoltarlas cuando salían del recinto familiar. Estas prácticas fueron fortalecidas por las ideologías religiosa y cultural que describieron a la mujer como mala, impura, inferior, etc.
En suma, las mujeres fueron perdiendo todo poder tanto dentro como fuera de la casa. Dependientes económicamente de sus esposos, no estaban en condiciones de abandonarlos, en especial si se considera la probabilidad de que se convertirían en una carga económica si retornaban al hogar los padres. Fuera de casa su categoría social era nula. Su posición social estaba determinada por la de su marido.
Con el establecimiento de la agricultura sedentaria vemos, pues, una división del trabajo más rígida, fundada en lineamientos sexuales que antes no habían imperado, y los hombres fueron los proveedores económicos y los hijos dependientes suyos. En la mayoría de los casos las mujeres fueron desplazadas al mundo “privado” del hogar, con lo cual fueron siendo separadas cada vez más del mundo “público” de la actividad económica y la toma de decisiones. Esta distinción entre economía doméstica y economía productiva se acentuó aún más con el surgimiento del trabajo asalariado, que examinaremos más adelante.
Los orígenes de la desigualdad
El patrón de la evolución social descrito en los apartados anteriores puede resumirse como sigue. La división sexual del trabajo fue en un principio un modo de satisfacer eficientemente las necesidades humanas y no pasó de ser una división de tareas en áreas de responsabilidad. ***Lo que hizo que se tomaran en cuenta ambos factores biológicos, las funciones reproductivas y el amamantamiento de los hijos,*** factores ecológicos como la escasez o la abundancia de alimento, la hostilidad del medio y la densidad de población, y las prácticas tradicionales en sociedad particular y una época en particular. En tales sociedades es probable que las relaciones sociales en general se caracterizaran por un alto grado de igualitarismo y cooperación mutua. La unidad básica de producción y consumo no fue la familia nuclear sino el grupo en su conjunto. Aunque dentro de una cultura en particular en algún momento se haya aplicado rígidamente la división sexual del trabajo, esto no necesariamente tuvo implicaciones hacia el poder relativo y la categoría social de los hombres y las mujeres. Los papeles distintos en razón del sexo no supusieron desigualdad. De hecho, ese concepto ni siquiera pudo haber tenido significado real.
Con el advenimiento de la horticultura, los hombres fueron responsabilizándose cada vez más de esas áreas del trabajo productivo de las que resultaba un excedente. Quizá esto ocurrió como resultado de una elaboración de las relaciones económicas que ya existían, y no como algo indicativo de una nueva división del trabajo: el papel predominante de los hombres en el comercio pudo haberse originado en función tanto de su movilidad relativamente mayor y de su tradición de ausencias del hogar por motivo de la caza o la lucha. El trabajo de las mujeres prácticamente no cambió, pues siguieron ocupándose principalmente de actividades de la subsistencia como cultivar alimentos para el consumo, preparación y procesamiento de los alimentos y el cuidado de los hijos. Sin embargo, estas actividades terminaron por verse desprovistas de valor en cuanto se desarrolló la posibilidad de producir para el intercambio, y al mismo tiempo se volvieron más de carácter privado. Simultáneamente, la autoridad de las mujeres fue socavada por el desarrollo de estructuras políticas centralizadas, extra domésticas y más complejas, de las cuales fueron ellas excluidas efectivamente por hallarse confinadas a la casa familiar.
Al mismo tiempo estos cambios fueron reforzados por prácticas culturales que racionalizaban la distinción entre los papeles masculino y femenino según declaraciones sobre la fragilidad “natural” de la mujer, su emocionalidad y sus atributos maternales. En contraste con esto, los atributos asignados cada vez más a los hombres: la agresividad, la competitividad y la fortaleza fueron precisamente los tenidos como más valiosos en la economía de mercado que nacía.
Esta parece ser una explicación mucho más satisfactoria de porqué las relaciones entre los sexos se han desarrollado en la forma que conocemos, que esas otras explicaciones, comunes en la antropología feminista, que se basan en escritos de Federico Engels y suponen una fase de matriarcado universal. En El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), Engels trató de explicar el desarrollo de la familia nuclear “burguesa” contemporánea describiendo la evolución social como el tránsito por cuatro etapas distintas, cada una de ellas con su correspondiente forma familiar. En cada una de las etapas previas a la final (“civilización” y monogamia) los grupos familiares fueron, sostiene él, comunistas y el “matrimonio de grupo” era lo común, lo que significaba que era imposible saber a ciencia cierta quién era el padre de un determinado niño. Aunque en la sociedad primitiva hubo división sexual del trabajo, Engels razona, no hay pruebas de que uno de los sexos haya sido más valorado que el otro: los hombres eran responsables de la producción de alimentos y las mujeres, del grupo familiar comunal. Pero como en esta etapa la sociedad era matrilineal, el poder de las mujeres provenía del hecho de que el linaje se trazaba por la vía materna. Esto comenzó a cambiar cuando la potencia del trabajo humano empezó a producir un excedente sobre lo indispensable para satisfacer las necesidades del grupo familiar. Debido a la división del trabajo, el hombre fue responsable de procurar el alimento y por eso poseía los instrumentos necesarios para la tarea. El hombre fue también el propietario, por tanto, de todo excedente que se produjera. Este excedente le dio los medios para comerciar e incrementar tanto su riqueza como su categoría social por encima de las de las mujeres. Pero la riqueza individual trajo consigo también los nuevos problemas de la herencia: el hombre quería que al morir sus bienes fueran transferidos a sus hijos (aunque Engels en ningún lado explica por qué), y así fue derrocada la tradición del “derecho materno”:
El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también las riendas de la casa; la mujer se vio degradada, convertido en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción [y crianza de los hijos]. (Engels, Federico. El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Editorial Progreso [traducción al español], Moscú, 1978, p. 54.)
Así, según Engels, el matrimonio monógamo y la opresión de la mujer surgen como consecuencia de la propiedad privada y de la necesidad de establecer sin disputa la paternidad.
Desafortunadamente, los testimonios antropológicos de Engels se basaron principalmente en la obra de Lewin Henry Morgan (en particular, Ancient Society [La sociedad antigua], publicada en 1877. Desde entonces se ha encontrado que la obra de Morgan tiene serias fallas: en particular, no hay pruebas a favor de la idea que hubiera habido alguna vez una etapa universal de matriarcado, como el sugiere. Este error se debe en parte a una confusión entre sociedades matrilineales y sociedades matriarcales: puede mostrarse que las sociedades descienden por vía femenina antes que masculina, pero esto no significa necesariamente que las mujeres sean el sexo dominante. De igual modo, la mayoría de los datos que Morgan empleó para apoyar sus razonamientos los extrajo de sus observaciones de los indios iroqueses y trabajos antropológicos más recientes hacen ver que, de muchas maneras, esa fue una cultura excepcional, y de ahí que a partir de ella no puedan hacerse generalizaciones universales.
Engels complicó los errores de Morgan añadiendo algunas de sus propias e infundadas suposiciones acerca de las mujeres, señaladamente la de la naturaleza de la sexualidad de la mujer. El resultado es un trabajo que no resiste el escrutinio antropológico. Pero, a pesar de ello, el enfoque de Engels a este asunto fue correcto. Él, como Marx, pensaron que para entender cómo y por qué las relaciones sociales cambian de la forma en que hemos visto, es necesario primero atender a la forma en que los hombres y las mujeres producen las cosas materiales que necesitan para vivir. Así, como ya vimos, la relación entre los hombres y las mujeres son han sido siempre las mismas sino que han cambiado para satisfacer las necesidades de la sociedad en un momento determinado.
La mujer en la sociedad industrial
El advenimiento del modo de producción capitalista, el trabajo asalariado y la construcción de fábricas fueron de importancia decisiva para las mujeres. Si bien las mujeres de la sociedad preindustrial habían desempeñado un papel importante en el proceso de producción, el capitalismo significó un cambio del lugar de trabajo, del hogar a la fábrica y la unidad de producción se trasladó de la familia a la línea de montaje. Conforme se fue desarrollando la tecnología, hubo cada vez menos trabajos vedados a las mujeres en razón de su escasa fuerza. De hecho, en muchas industrias, concretamente en las textiles, se prefirió a las mujeres y a los niños por sus “dedos ágiles” y también porque su trabajo podía comprarse más barato que el de los hombres. El sistema capitalista, para reproducirse a sí mismo, tiene que pagar salarios suficientes para que los trabajadores puedan mantenerse a sí mismos y a sus familiar—la siguiente generación de obreros. El ingreso de las mujeres y los niños a las fábricas significó que los patrones podían pagarles menos a los obreros. Estos podían decir que bastaba con que sus salarios fueran suficientes para mantenerlos a ellos mismos, ya que sus esposas y sus hijos estaban ganando ahora su propio sustento.
El empleo de las mujeres en las fábricas fue la causa de considerable disputa en la clase obrera. Muchos hombres se opusieron a ello alegando que no sólo abarataba los salarios, sino que también ponía a las mujeres en riesgo físico (y moral). ¿Por qué, se preguntaban, debe ponerse en riesgo la salud de las mujeres, igual que la de los hombres, aludiendo a las espantosas condiciones de trabajo prevalecientes en la mayoría de las fábricas del siglo XIX? Como consecuencia hubo una fuerte corriente dentro del movimiento sindicalista que exigía restricciones al trabajo femenino y, en lugar de éste, el pago de un “salario familiar” que fuera suficiente para sostener al obrero, su esposa y sus hijos.
Otros, entre ellos Karl Marx, rechazaron esta idea, y argumentaron que la participación de la mujer en el proceso de producción era paso necesario y en última instancia progresista dentro del capitalismo, aunque el trabajo de las mujeres (como el de los hombres) fuera dañino así en lo físico como en lo mental:
Cierto es que no puede dejar de juzgarse terrible y detestable el hecho de que, bajo el capitalismo, se diluyen los lazos familiares, pero lo que no hay que perder de vista es que la industria moderna, al asignar a las mujeres, fuera de la esfera doméstica, a los jóvenes y a los niños de ambos sexos, parte importante en el proceso de producción está creando los fundamentos económicos para una forma superior de familia y de relaciones entre los dos sexos… Además, es obvio que el hecho de que el grupo de trabajo colectivo, que se compone de miembros de los dos sexos y de todas las edades, debe convertirse necesariamente, en condiciones propicias, en una fuente de desarrollo humano, aunque en su forma capitalista: brutal y desarrollado espontáneamente, en donde el obrero existe para el proceso de producción, y no el proceso de producción para el obrero, ese hecho es una fuente pestilente de corrupción y esclavitud (K. Marx, Capital, Vol. 1, Penguin, 1982, pp. 62-21).
Lo que dice Marx es que la introducción de las mujeres y los hijos en el proceso de trabajo es una tendencia inevitable dada la naturaleza del capitalismo. Dentro del capitalismo ello significará mayor explotación de un nuevo grupo de trabajadores, y ciertamente mayor porque se les pagará menos. Pero en “condiciones propicias”, con lo cual se refiere a las que prevalecerán en una nueva sociedad socialista, la participación de las mujeres en la producción se volverá no sólo necesaria; también un suceso positivo, pues los aspectos referentes a la explotación del trabajo—producción para el beneficio de la minoritaria clase capitalista—tendrán que ser erradicados.
Desde esa época la cuestión de las mujeres y el empleo ha seguido siendo un agravio no resuelto. Varios reformadores partidarios de John Stuart Mill y Harriet Taylor Mill argumentaron a favor de que hubiera iguales oportunidades para las mujeres en las esferas del empleo y la educación en particular. Y en realidad ha habido algunos cambios importantes que afectan a las mujeres. Lo que es dudoso es que tales cambios hayan resultado de los esfuerzos reformistas individuales y de las campañas feministas. El grado en que otros factores, como los contextos económico y político, han creado el ambiente que hizo necesarias reformas y la introducción de ideas nuevas lo ilustran los destinos de las mujeres en la Gran Bretaña entre las dos guerras mundiales.
En 1919, la Ley de Erradicación de Descalificación por Causa del Sexo, promulgada en la Gran Bretaña, dio acceso a las mujeres a las profesiones y a las asociaciones profesionales. Con esto se reconoció que había una minoría de mujeres con las calificaciones y adiestramiento necesarios para desempeñar tales ocupaciones. Como resultado de la ley aumentó el número de mujeres con empleos profesionales, principalmente en la docencia. Sin embargo, con la depresión económica de los veintes y los treintas fue detenido ese pequeño avance: el elevado desempleo masculino significó que se necesitaban menos mujeres en el mercado de trabajo y se tomaron medidas para obligarlas a retomar las labores domésticas. Con las Regulaciones de Anomalías de 1937 se interrumpió el pago de la ayuda por desempleo a las mujeres casadas, y así, oficialmente, las mujeres volvieron a la posición dependiente de sus esposos.
Pero a pesar de eso, en la Segunda Guerra Mundial, de nuevo se necesitó el trabajo femenino. De pronto las mujeres fueron admitidas en áreas de empleo que tradicionalmente habían sido consideradas exclusivamente masculinas y se dejó de pensar que iba contra la naturaleza que las mujeres operaran maquinaria pesada, que trabajaran de soldadoras, ingenieras o trabajadoras de la construcción. De hecho, las mujeres que empezaron a desempeñar esos trabajos con frecuencia fueron aclamadas como heroínas por la maquinaria publicitaria de la época bélica. Al mismo tiempo se abandonó la creencia de que los hijos debían pasar con sus madres sus primeros años: se establecieron numerosas guarderías para facilitar que las mujeres desempeñaran trabajos de tiempo completo como parte de la empresa bélica.
Concluida la guerra, surgió una nueva situación: la desmovilización condujo a la vuelta en masa de los hombres al mercado laboral. La nueva propaganda exhortó a las mujeres a retornar a su lugar “correcto” en el hogar, y se cerraron las guarderías para subrayar el mensaje. Este reflujo y flujo de las oportunidades de empleo para las mujeres ocurrió a pesar de los esfuerzos sinceros de las feministas y los liberales que hicieron campaña por la igualdad de oportunidades para las mujeres. Esto demuestra que, cuando el capital necesita la fuerza de trabajo de las mujeres, creará las condiciones necesarias que permitan el trabajo femenino usando la legislación, la propaganda y los incentivos financieros adecuados o tomará cualesquiera de las medidas al alcance de la clase capitalista.
Las mujeres y el desempleo
¿Cuál ha sido la posición de la mujer en el mercado de trabajo desde la Segunda Guerra Mundial? En 1950 la proporción de mujeres adultas que ocupaban empleos pagados era del 30 por ciento; hacia 1980 era del 51 por ciento y desde entonces ha habido un ascenso aún más acentuado de la proporción de mujeres casadas que trabajan fuera de casa, de alrededor del 20 por ciento en 1950 a más del 50 por ciento hoy en día. Sin embargo, a pesar de este aumento, la categoría de las mujeres como trabajadoras no ha mejorado mucho ni tampoco el monto de los sueldos en comparación con los de los hombres. En 1975 se aprobó la Ley de Pago Igualitario y todavía entre 1977 y 1981 la brecha salarial entre hombres y mujeres en realidad se amplió: en la actualidad las percepciones semanales de la mujeres seguían siendo de apenas el 66 por ciento del las de los hombres. Una posibilidad de esquivar lo estipulado por la ley significó que el pago igual sólo se garantizaba para “el mismo trabajo o semejante”; y de ahí que pudieran redefinirse los trabajos, o restringir a las mujeres a ocupaciones en que no se acostumbraba emplear a los hombres y así no se podían comparar los sueldos”.
No obstante la igualdad formal de oportunidades iguales la mayoría de las mujeres continuó concentrada en empleos mal remunerados o de baja categoría. En el Informe de la Comisión de Oportunidades Iguales publicado en 1980 se vio que los hombres ejercían el 95 por ciento del trabajo de capataces y supervisores; el 91 por ciento del trabajo manual calificado y que el 89 por ciento ellos constituía el personal profesional y administrativo. Aun cuando las mujeres hubieran obtenido la categoría profesional el reporte mostraba que persistían las desigualdades: el 25 por ciento de los médicos eran mujeres, pero sólo el 9 por ciento consultores; el 50 por ciento de los estudiantes de leyes eran mujeres pero sólo el 10 por ciento eran abogadas y procuradoras y menos del 3 por ciento jueces del Tribunal superior; el 10 por ciento de los profesores universitarios eran mujeres pero sólo el 1 por ciento de los profesores eran mujeres. También se ha demostrado que la idea de que las mujeres sólo trabajan para cubrir sus “pequeños gastos” es un mito: una de cada seis familias depende ahora de una mujer como la única proveedora y la mayoría de las familias necesitan dos salarios para apenas alcanzar a subsistir.
La recesión económica actual está ejerciendo un efecto significativo sobre las perspectivas de empleo para las mujeres. El trabajo de muchas mujeres ha sido tradicionalmente en el sector público, sector que ha sido afectado especialmente por los recortes del gasto público. En 1981, los trabajos de 30,000 mujeres eran sólo en el servicio de comidas de las escuelas y la reorganización debida a la privatización está afectando a millares de trabajos de mujeres en el gobierno local y en el servicio de salud. Los efectos de la recesión se están exacerbando, por lo menos a corto plazo, por el desempleo resultante de la nueva tecnología. Los trabajos de oficina en particular—clásica área de trabajo femenino—cada vez son más difíciles de encontrar. Una encuesta de la Comisión de Iguales Oportunidades, la Tecnología de la Información en la Oficina, ha estimado que hasta el 40 por ciento de los empleos de oficina podrían desaparecer. Asimismo en la industria, otra área tradicional del “trabajo de la mujer”, se están perdiendo trabajos a causa de la recesión.
Muchas mujeres escogen, o se ven forzadas a, trabajar parte del tiempo, arreglo que puede conciliarse mejor con las responsabilidades de criar a los hijos. Las mujeres constituyen el 86 por ciento de todos los trabajadores de tiempo parcial; el 41 por ciento de todas las mujeres trabaja menos de 30 horas a la semana (que es el modo como el gobierno define el trabajo de tiempo parcial o de medio tiempo—como también se les llama) y el número de obreras de tiempo parcial se duplicó entre 1961 y 1980. Es muy probable que los trabajadores de tiempo parcial sean especialmente mal pagados y que sufran pésimas condiciones de trabajo, pocas perspectivas de ascenso y poca seguridad en el trabajo o ínfima protección jurídica; tampoco califican para planes de ausencias pagadas en caso de enfermedad o pago de pensiones. Sin embargo, a los patrones les convienen los trabajadores de medio tiempo porque les dan la posibilidad de alargar las horas de atención al público, atender los máximos de clientela o usar más tiempo la maquinaria. Frecuentemente, el trabajo de tiempo parcial es más barato y reduce los pagos de horas extras a los demás obreros. Los trabajadores de tiempo parcial son más fáciles de despedir cuando el negocio decae y muchos de ellos no califican para indemnización por despido.
Cuando las mujeres han peleado con sus patrones el derecho a salario igual al de los hombres y condiciones de trabajo favorables, no siempre han podido confiar en el apoyo de los sindicatos. A pesar del hecho de que en los años setenta el número de mujeres que se afiliaron a sindicatos fue el doble que el de hombres, muchos de los grandes sindicatos como el del Transporte y Obreros Generales, la Unión de Sindicatos de Trabajadores de Ingeniería y la Sindicato de Obreros Municipales y Generales sólo con gran lentitud fueron deponiendo su hostilidad hacia sus compañeras mujeres. El Congreso de Sindicatos Industriales respondió con cautela al aumento de miembros mujeres: de 41 puestos de delegados sindicales se asignaron dos a mujeres y este número aumentó a 5 en 1981. Este recurso de la discriminación positiva se volvió el procedimiento usual para tratar con los “problemas de las mujeres” en los sindicatos (y también en muchos partidos políticos). Se ha reforzado la tendencia entre los sindicalistas a considerar que los intereses de las obreras son de algún modo distintos y separados de los de los obreros, en lugar de reconocer que tan sólo son una faceta más de las condiciones que prevalecen en la clase obrera en su conjunto. El nombramiento de comités de mujeres dentro de los sindicatos obreros sólo ha contribuido para promover la división entre los trabajadores.
Pero concentrarse en la persistencia de las inequidades en el empleo es arriesgarse a caer en la trampa en la que caen la mayoría de las feministas: esto es, suponer que el logro de la igualdad real en estas áreas traería consigo la liberación. Aun cuando bajo el capitalismo fuera posible la igualdad, ¿alcanzarían las mujeres la liberación o el único resultado sería la igualdad de explotación del trabajo de los hombres y la mujeres por la clase capitalista (compuesta asimismo tanto de hombres como de mujeres)?
Las mujeres y la educación
Uno de los determinantes clave de las oportunidades de empleo de una mujer (y en realidad las de cualquier individuo) dentro de la sociedad actual es su grado de acceso a la educación. No debe sorprender, por tanto, que ésta sea un área en que las feministas han luchado con más firmeza por alcanzar la igualdad. Pero el progreso ha sido lento. En los años veintes, las mujeres constituían menos de la quinta parte de todos los estudiantes universitarios de la Gran Bretaña; hacia 1965, la proporción era de sólo la cuarta parte. La Ley de Educación de 1944 fue importante ya que otorgó subvenciones gubernamentales a todos los que permitieran a las mujeres competir con los hombres con base en el mérito. La expansión de las universidades en los años sesenta permitió que más mujeres ingresaran en la educación superior. Sin embargo, hacia 1981 ellas constituían apenas la tercera parte de los estudiantes universitarios, y la mayoría de las estudiantes están aún concentradas en las artes, las humanidades o la formación como docentes, pero no en cursos científicos o técnicos mediante los cuales serían mejores sus probabilidades de obtener puestos de categoría superior y sueldos más elevados.
Tanto en la educación primaria como en la secundaria, la enseñanza que los niños y las niñas reciben tiene diferencias importantes. Por ejemplo, hasta los años sesenta, persistía la idea de que las niñas, aparte de las más dotadas, no gozarían del beneficio total de demasiada educación académica pues en su mayoría estaban destinadas a ser esposas y madres, papeles para los cuales eran más convenientes las destrezas domésticas. Esto se refleja en varios informes oficiales, como el Informe Crowther de 1959, y el Newsom, de 1963:
En el Informe Crowther se lee, por ejemplo:
…la perspectiva del noviazgo y el matrimonio debe influir correctamente en la educación de las adolescentes.
Como consecuencia de este modo de pensar, muchas mujeres jóvenes entraron al mercado laboral sin las destrezas y las calificaciones “vendibles” que habría mejorado sus oportunidades de empleo.
Desde la Ley Contra la Discriminación Sexual, de 1975, se ha fomentado formalmente la igual educación para niños y niñas y ha habido un progreso considerable hacia la comprensión de las maneras como se pueden trasmitir las prácticas y las actitudes sexistas por medio del sistema educativo. Permanece, sin embargo, una fuerte predisposición dentro de la educación a favor de los niños y esto se hace particularmente manifiesto en las materias científicas y técnicas donde hay tres veces más niños que niñas dedicados al estudio de tales materias. Del mismo modo, datos recientes indican que en algunos campos de estudio, nuevos e importantes, los niños están recibiendo mucho más educación en dichos campos desde edades tempranas. Se piensa, por ejemplo, que las computadoras son científicas y por tanto de mayor interés para los niños que para las niñas. Eliminar esta predisposición exige más que el mero reconocimiento del problema. Haría falta entender que el sistema educativo es una parte integral y vital de la sociedad capitalista y, en último análisis, promueve los intereses de la clase dominante.
La familia y el divorcio
Las feminista siempre, desde Mary Wollstonecraft en el siglo XVIII, han reconocido la naturaleza potencialmente opresiva de las relaciones personales dentro del matrimonio y la familia. Pero la familia sigue siendo la unidad básica de la sociedad y la gente continúa casándose. A pesar de la liberalización en algunas áreas de la vida sexual y la vida familiar desde la Segunda Guerra Mundial las cosas en realidad no son tan diferentes. La “liberalización” ha sido principalmente legislativa y el grado en que tales cambios han alterado las vidas de la mayoría de los hombres y mujeres es poco notable.
Por ejemplo, en 1969, se aprobó la Ley de Reforma del Divorcio, haciendo que éste fuera significativamente más fácil de obtener y hubo en realidad un incremento repentino del número de divorcios. Hoy, el 40 por ciento de los primeros matrimonios termina en divorcio. La infelicidad dentro de muchos matrimonio se ve explícitamente en los casos de esposas golpeadas, área de preocupación creciente a principios de los años setenta. Esta preocupación llevó a la construcción de refugios en la mayoría de las poblaciones de la Gran Bretaña, con el fin de proporcionar un albergue seguro a mujeres que habían sido golpeadas por sus esposos o sus cónyuges informales. Si bien los refugios ofrecen un servicio muy necesario para las mujeres, no llegan a entender o explicar las razones de la violencia marital. Como es el caso con muchas feministas, las dedicadas a la Ayuda a las Mujeres caen rápidamente la explicación simplista, la de los hombres son por naturaleza violentos y agresivos. La solución que ofrecen a las mujeres es la de proporcionarles una ruta de escape que no podrían obtener de ningún otro modo. Aunque los refugios para las mujeres están haciendo un trabajo útil dentro del contexto del capitalismo, su análisis de las razones del porqué de la violencia marital no pondera lo suficiente los factores externos al hogar que contribuyen a la violencia y a las relaciones personales llenas de tensión, como el desempleo, la pobreza, la vivienda deficiente y la responsabilidad de criar a los pequeños. Así que medidas como la provisión de refugios o la Ley de Procedimientos Matrimoniales y contra la Violencia Doméstica, de 1976 (que concedió a las mujeres mejor protección jurídica contra los maridos y compañeros violentos) sólo están ocupándose de los síntomas de la discordia doméstica pero no de las causas.
Sin embargo, a pesar de este cuadro desalentador, la gente sigue casándose—siguen creyendo en el romanticismo, la imagen deslumbrante de las relaciones maritales que les han inculcado. ¿Por qué la gente sigue aceptando este mito a pesar de las pruebas en contra? Las feministas han tendido correctamente a denunciar el papel del condicionamiento y la propaganda en este proceso. Sin embargo, es importante reconocer también que en la concepción oficial que el gobierno tiene de la familia sigue siendo el de la unidad básica de la sociedad y que esto presta colorido a la provisión de cosas como la vivienda, la seguridad social y las deducciones fiscales. De ahí que a tantas personas les parezca más fácil casarse que complicar sus vidas nadando contra la corriente. De hecho, el cuadro oficial de la familia estándar formada por un padre y una madre—padre que gana el pan y madre responsable de los hijos—no se conforma a la realidad: el 65 por ciento de las familias no tienen hijos; el 4 por ciento de las familias son de un sólo padre; el 16 por ciento de las familias tienen un esposo y una esposa que salen a trabajar y tienen niños que dependen de ellos; el 2 por ciento es de parejas con hijos en que el hombre no tiene empleo pagado, pero algunas de las mujeres sí; y no más del 13 por ciento de las familias tienen un sostén económico masculino, una esposa en casa y niños dependientes (General household Survey 1980).
Control de la natalidad
El control de las mujeres sobre la reproducción ha sido por años otro motivo de clamorosa campaña por parte de las feministas. Con los perfeccionamientos de la técnica y la disponibilidad de medios anticonceptivos eficaces las actitudes hacia el sexo se hicieron más relajadas. La Ley de Planeación Familiar de 1967 facultó a las autoridades locales para dar asesoría sobre el control natal así como medios para llevarlo a cabo. Ya sin el temor al embarazo gracias a métodos anticonceptivos las mujeres estuvieron libres en grado nunca antes alcanzado para determinar cuándo, o si, iban a tener hijos.
En el mismo año que se promulgó la Ley de Planeación Familiar también se legalizó el aborto. Esto fue en respuesta a la preocupación por el incremento del número de abortos ilegales. Los cabilderos antiaborto trataron que se diera marcha atrás y sostuvieron una prolongada campaña contra los que estaban a favor del aborto. En 1972 se emprendió la Campaña Nacional Pro Aborto y Anticoncepción (NWACC: National Women’s Abortion and Contraception Campaign) dirigida contra una serie de proyectos de ley presentados por particulares, todos ellos encaminados a reducir la permisibilidad del aborto. En 1975 la NWACC se convirtió en la Campaña Nacional Pro Aborto (NAC: National Abortion Campaign), cuyo lema fue “Por el derecho de la mujer a elegir”. Hasta la fecha todos los intentos por modificar la legislación vigente sobre el aborto han fracasado, y a pesar de los temores de la camarilla antiaborto no ha habido un incremento multitudinario del número de abortos realizados: hacia 1977, 10 años después de la promulgación de la ley, el número de abortos se había estabilizado en 100,000 al año. No obstante que hasta la fecha las feministas han podido vencer los intentos por restringir la permisibilidad del aborto, hechos en el nivel parlamentario, han tenido menos éxito en impugnar la permisibilidad restringida del aborto que ha resultado de los recortes al presupuesto de los servicios de salud.
Desde luego hay de por medio problemas médicos y éticos muy reales en el asunto del aborto y en último análisis está el derecho de los propios individuos a decidir. Sin embargo, se exacerban estos problemas por la naturaleza de la sociedad en que vivimos. En un mundo sano, probablemente nadie optaría por el aborto como método anticonceptivo. El hecho de que las mujeres se vean forzadas a realizarlo en la sociedad actual nos dice algo sobre esta misma y sobre las presiones contradictorias a que se ve sometida la gente. Por ejemplo, el costo y la responsabilidad de la paternidad y la maternidad, la actitud ambivalente hacia la asesoría en control natal para los jóvenes y la falta de recursos dedicados a la investigación y el desarrollo de opciones nuevas, más seguras y eficaces que los actuales métodos anticonceptivos.
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